



Lo confieso: a veces también dedico una tarde a ir de compras. Sí, ya lo sé, no hace falta que me lo reprochéis, sólo soy otro “pequeñoburgués” (¿todavía se usa esta palabra?) alienado por la sociedad de consumo (¿qué queréis? uno ya tiene una edad y lo que se aprende de pequeño dura para toda la vida). El caso es que esta tarde he ido de compras. Necesitaba comprar una cajonera o mueble similar para guardar la ropa. Como no podía ser de otra manera, y al igual que otros miles de ciudadanos que tienen la pretensión de amueblar su casa sin gastar demasiado dinero, he ido a IKEA. Para quien no lo sepa, IKEA es aquel lugar al que vas a comprar una estantería y acabas comprando veintisiete cosas –que no necesitas- sin que ninguna sea la cajonera. Eso sí, te vas con la satisfacción de haber contribuido a la fortuna personal del propietario de la cadena así como de haber colaborado en pagar el sueldo (mísero) que reciben sus empleados.
Haciendo gala de mi legendaria capacidad de planificación, el día anterior había estado mirando su catálogo en Internet y tras varias horas de análisis detallado mi elección había sido la cajonera Slästgard que se ofertaba al módico precio de 25,95 €; es decir, una auténtica ganga. En previsión de la habitual orgía consumista que suele celebrarse en estas ocasiones, había apuntado también la posibilidad de comprar dos persianas de madera Linvian para el dormitorio a 15,99 € cada una. Consciente de la dificultad de mantener mis propósitos, durante el trayecto hasta el establecimiento (que como es habitual en este tipo de comercios se halla sito en una inmensa nave industrial en las afueras de las afueras) no cesé en repetir un viejo mantra de los lamas tibetanos: no comparé más de lo que necesito, no compraré más de lo que necesito, no compraré más de lo que necesito…
A lo largo de la vida, a veces uno se encuentra en situaciones que podríamos calificar de apuradas y que, a menudo, se convierten en circunstancias indeseables para nuestra vida social o nuestro buen nombre. A continuación repasaremos algunas de estas situaciones, que deberíamos evitar en la medida de lo posible, y ofreceremos algunas soluciones de índole práctica para salir de estos malos tragos.
1. Ataques de risa en velatorios o tanatorios. Este es un clásico. Estamos en el tanatorio o velatorio de un conocido (no especialmente allegado a nosotros) esperando para ofrecer nuestras condolencias a los desconsolados deudos del finado o la finada; súbitamente, nos percatamos de que Fulanito, uno de los asistentes, se pasea con la bragueta pantalón abierta y uno de los faldones de la camisa saliendo por ella. Sufrimos un irrefrenable ataque de risa mientras intentamos balbucear sentidas frases de condolencia. En esta situación nuestras recomendaciones para salir del paso son:
a) Si el finado (o finada) era especialmente bromista o risueño, podemos decir que estamos cumpliendo su última voluntad de despedirlo (despedirla) con alegría. Abstengámonos de esta excusa si el finado era registrador de la propiedad o notario, o murió tras una cruel y dolorosa enfermedad; no será creíble.
b) Si el finado era tipo serio (por ejemplo, el notario) siempre nos queda el recurso a fingir que nuestra risa es, en realidad, tos contenida. Habitualmente, este recurso suele dar lugar a pobres resultados.
c) La verdad nos hará libres. Sí, así es. Si nos encontramos en la situación antes mencionada, señalemos al de la bragueta bajada y, mientras nos carcajeamos y damos palmadas, le señalaremos entre voces de: ¡fijaos en fulanito! De este modo, nuestro ataque de risa pasará a ser un ataque de histeria colectivo y quedará plenamente disimulado. Esta última opción, aunque es muy recomendable por su efectividad, sufre de un grave inconveniente: desde el mismo instante de ponerla en práctica, Fulanito empezará a pergeñar un plan para causarnos una muerte lenta y dolorosísima. Como evitarla es tema de otro manual.
... Continuará