Osvaldo había oído muchas veces la historia. En el momento de tu muerte, tu vida pasaba ante ti como un documental reproducido a velocidad rápida; luego entrabas en un túnel oscuro en cuyo fondo se veía una potente luz a la que te acercabas rápidamente y finalmente, sentías una gran paz. ¡Qué gran mentira! – dijo para sí mismo. ¡Si la gente supiese lo que de verdad te sucedía, probablemente nadie se atrevería a morirse!
Osvaldo llevaba doce días muerto y sólo había tenido problemas y quebraderos de cabeza. Al principio todo se había ajustado al guión que ya conocía. Primero, había visto su vida como una serie de flash-backs que, para ser sincero, estaban tan desordenados que conformaban una historia sin pies ni cabeza. Luego había entrado en el túnel y había visto la luz o, mejor dicho, las luces, ya que donde realmente había entrado era en un pasillo iluminado con unas tenues luces rojizas parecidas a esas señales de emergencia que hay en algunos edificios. Tras recorrer el túnel, había llegado a una gran sala con el suelo de mármol y paredes de un blanco sucio (era obvio que el mantenimiento brillaba por su ausencia) en la que un montón de gente deambulaba arriba y abajo con aire entre impaciente y aburrido. En el fondo de la inmensa sala podía verse una ventanilla sobre la que colgaba un letrero electrónico que en grandes letras anunciaba: INGRESOS y un número larguísimo que cambiaba de vez en cuando. Osvaldo no pudo menos que imaginar que estaba en un banco. Una gota de sudor frío (o así le pareció a él) recorrió su frente al preguntarse si hasta después de muerto le iban a seguir reclamando que pagara la hipoteca de su casa.
Confundido, Osvaldo se dirigió a uno de los muertos que le causó mejor impresión y se dirigió a él: disculpe, ¿podría decirme que hacemos aquí? Su interlocutor, le lanzó una mirada compasiva y le dijo: ¿usted acaba de llegar, verdad? Sí – respondió Osvaldo. Ya se nota – respondió el espectro. Estamos en la sala de ingreso al cielo. Coja un número de turno en la máquina dispensadora de aquel rincón y, cuando su número aparezca en la pantalla, vaya hasta la ventanilla. Ahí le indicarán. Cuando Osvaldo quiso darle las gracias por la información el espectro ya se alejaba con su andar cansino.
Siguiendo las indicaciones del espectro, Osvaldo se dirigió hasta la máquina dispensadora de turnos y cogió su número: 8564335212. Miró la pantalla para hacerse una idea de lo que tendría que esperar y se dio cuenta que aquello iba para largo. De repente comprendió el porqué de todas aquellas almas en pena yendo de un lado al otro de aquella enorme sala en la que no se veía un solo lugar para sentarse.
Tras muchas horas dando vueltas a la sala, por fin apareció su número en la gran pantalla. Osvaldo corrió hacia la ventanilla, temeroso de que pasase su turno y tuviese que volver a empezar de nuevo. Sin levantar la cabeza para mirarle, el tipo que estaba detrás del mostrador dijo: ¿Nombre? Osvaldo Pérez Jiménez – contestó Osvaldo. El funcionario tecleó su nombre y mirando la pantalla del ordenador dijo con su cara inexpresiva: ¿Extranjero? Osvaldo se quedó sorprendido por la pregunta. ¿Qué quiere decir? – repuso. El funcionario, poniendo cara de “vaya, otro de esos”, empezó a explicarle con cara de fastidio: Mire – dijo, aunque esto sea el cielo, hay que llevar las cosas con orden, así que cada país tiene su cielo. Si usted es extranjero, tiene que demostrar que este es el cielo que le pertenece. Si no lo hiciéramos así, esto sería Sodoma y Gomorra. ¡El registro es el registro! – sentenció el funcionario. Osvaldo miró al funcionario con cara de incredulidad y sólo se atrevió a balbucear un tímido: Sí. Necesito su permiso de residencia y su pasaporte – replicó el funcionario.
Osvaldo no daba crédito a lo que estaba oyendo. Durante los últimos tres años había vivido alejado de su familia, sin papeles, trabajando en lo que salía por un sueldo la mitad que el de cualquier otro por el hecho de no tener residencia legal y ahora resultaba que necesitaba también un permiso de residencia para entrar en el cielo. Intentó razonar con el funcionario. Mire, es que al morirme olvidé mis papeles allá abajo – mintió. Oiga, no me cuente milongas – le espetó el funcionario, ¿tiene o no tiene el permiso de residencia y el pasaporte? Osvaldo no respondió, tan solo bajo la cabeza una vez más y se quedó en silencio. El funcionario se apiadó de él y en un tono entre amigable y paternal le dijo. Oiga, si no tiene permiso de residencia, tiene que tramitarlo en la oficina de nuestra embajada en su cielo. Pero le advierto que está complicado que le den el permiso de residencia. Si usted tuviese familia aquí… -dijo el funcionario. Osvaldo negó con la cabeza.
Preguntando aquí y allá, Osvaldo por fin se enteró de dónde estaba su cielo y de cómo podía llegar. Cada tres días salía una lanzadera que hacía la ronda por todos los cielos. Gracias a las indicaciones de otras ánimas en pena, llegó hasta la parada de la lanzadera. Allá, de nuevo otro rótulo con un número. Instintivamente buscó la máquina dispensadora de turnos y cogió su número. Tras una larga espera, llegó la lanzadera y empezó a subir la gente por estricto orden de turno. Osvaldo, como ya suponía que iba a ocurrir, se quedó en las puertas por tan solo tres números, pero eso significaba esperar otros tres días. Por fortuna, como estaba muerto y no tenía otra cosa que hacer, podía esperar. Al tercer día, la lanzadera llegó puntual y Osvaldo subió a ella. Su cielo estaba en la penúltima parada del circuito celestial, lo que quería decir que iba a estar al menos día y medio dando vueltas en la lanzadera. Se sentó en su sitio y miró por la ventanilla. Nada, no se veía nada, sólo ese resplandor mortecino que lo invadía todo. ¡Qué larga se me está haciendo la eternidad y no llevo ni una semana aquí! – pensó para él.
Tal como había supuesto tardó día y medio en llegar a su cielo. Le había estado dando vueltas al asunto y había decidido que lo mejor era evitarse problemas y entrar en su cielo. A lo mejor no era tan moderno ni tan bonito, pero seguro que no le pondrían trabas a un compatriota que volvía a casa. Al llegar tuvo que repetir la liturgia. Coger un número, esperar a que saliera anunciado en la pantalla gigante y dirigirse a la ventanilla. El funcionario que le atendió (juraría que era el mismo del otro cielo) le preguntó su nombre nuevamente, lo tecleó en el ordenador y mirando la pantalla del ordenador dijo con su cara inexpresiva: ¿Emigrante? Sí, contestó Osvaldo. Bien – repuso el funcionario. ¿Tiene su tarjeta de emigrante? – le preguntó el funcionario. ¿Cómo? -se atrevió a musitar Osvaldo. ¡Que si tiene su tarjeta de emigrante! – repitió el funcionario poniendo esa cara de “vaya, uno de esos”. Mire, si no tiene su tarjeta de emigrante, no le puedo hacer el ingreso. Tiene usted que ir al cielo de dónde venga, ir a nuestra embajada y solicitar que se la hagan. Una vez la tenga, vuelve y yo le admito aquí. Osvaldo estuvo tentado de darle un puñetazo, pero tendiendo en cuenta que estaba muerto y no tenía materia corpórea supuso que sería un esfuerzo inútil.
Bueno – pensó, si no me admiten aquí iré a la embajada y pediré la residencia. Nuevamente empezó a preguntar hasta dar con la embajada. Una fila inmensa de muertos esperaba en las puertas. El último – preguntó. Yo – contestó una mujer. Osvaldo se puso al final de la fila y se dispuso a esperar pacientemente. Después de muchas horas de pie en la fila (lo único que le gustaba de estar muerto es que el cansancio físico no existía), le llegó su turno. ¿Qué quería? – le preguntó un funcionario que era sospechosamente parecido a los otros dos con los que se había topado anteriormente. Mire, venía por lo del permiso de residencia. Verá, es que yo estaba… -empezó a explicarse Osvaldo. ¿Contrato de trabajo? – dijo el funcionario. No tengo - dijo Osvaldo. ¡Siguiente! – gritó el funcionario. Oiga pero es que allá me han dicho… Mire, consiga un contrato de trabajo, venga con él y aquí le tramitaremos el permiso – repuso el funcionario. ¡Siguiente! - gritó de nuevo.
Osvaldo se dirigió de nuevo a la parada de la lanzadera, cogió un número y se sentó a esperar. Entonces reparó en un cartel luminoso que decía: Bienvenidos a la eternidad. Un espasmo recorrió su cuerpo al leerlo, esto iba para largo.
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