En la noche de los tiempos, cuando el ser humano aún no había conocido la maldad, hubo un hombre llamado Grast. Grast vivía en la interminable sabana africana. Sus días transcurrían entre la caza, la recolección y su trabajo con las herramientas. Sus preocupaciones eran simples y sus deseos eran primarios y naturales: sed, hambre, sexo; poco más.
Un día Grast salió a cazar. Había visto una hermosa gacela que se había alejado de su rebaño. Empezó a cercarse sigilosamente respirando profundamente. Su mano agarraba con tensión la jabalina apoyada en su hombro, esperando el momento oportuno para lanzarla con toda su fuerza. De repente, la gacela levantó la cabeza, miró hacía donde él estaba y salió corriendo. Grast corrió tras ella y comenzó una persecución alocada. El sudor perlaba la frente de Grast y sentía como cada latido de su corazón retumbaba en su pecho y en sus sienes. Tras mucho rato, se dio por vencido. Derrotado por el cansancio se tumbó entre las altas hierbas y se quedó dormido.
Le despertó la brisa fresca de la noche. Aún tumbado, abrió los ojos y vio el cielo estrellado y una luna grande y luminosa. Grast siempre había temido la noche en la que todos sabían que sólo vagaban los espíritus de la sabana. Sin embargo, la visión del cielo plagado de luces le cautivó. Se quedo inmóvil, extasiado con la mirada fija en las estrellas. Inmóvil se quedó hasta el alba. Con la salida del sol emprendió el camino de vuelta hasta su tribu.
Los días siguientes Grast se sintió inquieto. Al llegar la noche no podía dormir. Sólo pensaba en la visión del cielo estrellado. Una noche, Grast salió del poblado y empezó a andar en dirección a las hierbas altas. Al llegar, se tumbó y miró al cielo. Bajo ese cielo estrellado se sintió terriblemente solo, tuvo miedo y lloró por primera vez en su vida. Al alba, se levantó y echó a andar en dirección contraria a su poblado. Grast estuvo andando durante meses. Cada noche se tumbaba en el suelo y miraba al cielo. Y cada noche se sentía más solo que la anterior.
Una noche, mientras estaba tumbado observando las estrellas escuchó un ruido. Se puso en alerta y con un movimiento felino se incorporó. Entre las hierbas altas vio el cuerpo de una mujer que, tumbada como él, miraba a las estrellas. Sus miradas se cruzaron y pudo ver como el cuerpo de ella se ponía en tensión, lista para escapar. Grast bajó los brazos y le enseño las palmas desnudas de sus manos. Lentamente se acercó a ella y se tumbó a su lado. Grast miró al cielo y la miró a ella. Señalándose a sí mismo dijo: “Grast”. Ella contestó: “Yun”. Sus cuerpos se acercaron. La piel de Yun era suave y cálida como una brisa de verano; la de Grast rugosa y castigada por el sol. Grast la acarició con sus gruesas manos callosas; Yun sonrió. Se abrazaron lentamente y por fin pudieron dormir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario