A pesar de llevar cinco años muerto, Joaquín Rodríguez Soto aún recordaba con nitidez el ya lejano día de su nacimiento. Los gritos de su madre, el ir y venir de las mujeres y las palabras de aliento de la comadrona resonaban en su cabeza y sus ojos todavía se cerraban con fuerza al rememorar el primer destello de luz que vio. Era extraño – pensó. Cosas de un pasado lejano estaban presentes en su cabeza como si hubieran sucedido ayer y, sin embargo, era incapaz de recordar ni una sola de las circunstancias de su muerte. Sonrió. Para sus adentros pensó que su vida - o debía decir su muerte - había sido digna de una comedia absurda. Durante el tiempo que había estado vivo nada había hecho que mereciese ser recordado; mejor dicho, la mayoría de sus actos eran completamente olvidables. Ahora que estaba muerto todos le tenían por un santo. La culpa la tuvo aquella involuntaria aparición ante unos desgraciados que dormían bajo un puente de la autopista. Ya se lo dijo Luis, un ocasional compañero de correrías, “haz lo que quieras pero no te aparezcas donde haya gente, que el mundo está al revés y nunca sabes por dónde te van a salir”. Estaba cansado, bueno, quizás no era esa la palabra. Había aprendido que los muertos no se cansan, pero se hartan de la muerte igual que los vivos lo hacen a veces de la vida. ¿Qué habría hecho para merecer esto?
lunes, marzo 05, 2007
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