Aquel domingo de julio había amanecido con ese calor pegajoso y asfixiante de los veranos en Barcelona. Joan, sin pensar en su hermano que dormía a su lado, se revolvió furiosamente sobre la sábana empapada de sudor en un intento vano de poder dormir un rato. Pere gruñó y le lanzó una patada. El ambiente en el barrio era tenso desde hacía unos días. La orden de movilización de los reservistas dejaba a muchas familias sin ingresos y casi nadie podía pagar las dos mil pesetas de la redención. Joan pensaba en su padre y le asaltaba el miedo. La muerte de su padre se le figuraba en mil formas distintas y terribles. Nada sabía de Marruecos más allá de lo aprendido en los retazos de conversaciones oídas a los mayores. Desde que llegó la orden, en casa no se hablaba de la guerra pero había visto como su madre, cuando se creía a solas, sollozaba por lo bajo y suspiraba. Su padre fingía entereza. Joan sería ahora el hombre de la casa, así le había dicho él la noche anterior. No podía quitarse de la cabeza el tono con el que pronunció esa frase. Si le hubiese dicho: hijo, estoy ya muerto, encárgate de esta familia, no le hubiera causado mayor impresión.
Joan no se había dado cuenta que su madre se había acercado a la cama y cuando escuchó su voz se sobresaltó. Joan, hijo, levántate y vístete tenemos que ir al puerto. Despertó a su hermano pero esta vez no lo hizo como solía. Le acarició el pelo y le susurró: Pere, es hora de levantarse. Tenemos que ir a despedir a padre. Pere sólo tenía seis años y sabía que su padre se marchaba lejos pero no comprendía la gravedad de la situación. Él sólo quería dormir un poco más; sin embargo, la forma en la que su hermano le había despertado le dio a entender que ese no iba a ser un día cualquiera.
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