Después de ocho (o las que sean) horas disfrutando de tus actividades laborales ya no ves el momento de volver a ese remanso de paz que es tu casa. Llegas y ya es tarde. Decides ir a comprar algo para cenar. En el supermercado cargas cosas diversas como pueden ser: un limpiacristales (que no usarás en años), unos yogures con sabor (combinado) a maracuyá, higos y zanahoria (que tirarás a la basura porque están realmente asquerosos), tres botes de gel de baño (estaban en oferta y aunque luego son más dañinos para tu piel que lavarte con lejía y ácido sulfúrico, los guardas hasta que toman una consistencia pétrea), una bolsa de tres quilos de naranjas para hacer jugo para el desayuno (lo haces el primer día, al segundo te olvidas y al cabo de dos meses las naranjas ya andan solas por la nevera y organizan fiestas con una lechuga africana – por lo negra que está – y unos pimientos mutantes), un litro de leche (esta sí la vas a gastar porque va a ser lo único que vas a tomar cada día hasta la hora de la comida), unas bolsas de basura cierrefácil-ecológicas (no recuerdas que debes tener unas doscientas en casa a pesar que toda tu basura semanal cabe en un bolsillo de la chaqueta), y un queso de bola de tres quilos doscientos gramos (aunque sabes que al menos tres quilos cien gramos acabarán convertidos en una masa verde y peluda que pulula por tu nevera).
Pertrechado con la compra llegas a tu casa dispuesto a prepararte una opípara cena. Abres la puerta. Silencio absoluto. No abres ni la luz del recibidor (conoces la casa como la palma de la mano y puedes esquivar todos los obstáculos a tientas). Dejas las bolsas al lado de la nevera y te vas a quitar la ropa de calle. Enciendes a) la televisión (el día ha sido muy chungo y necesitas un lavado de cerebro rápido) o, b) la radio (hoy tienes el día intelectual y quieres oír las noticias) o, c) pones música (depresión profunda o exaltación suprema, dependiendo del estado de ánimo en tu ciclo vital). Ya bien acompañado por la música-el rumor-el ruido vas a vaciar las bolsas de la compra. Primera sorpresa, te das cuenta que no has comprado nada con lo que hacer una cena decente. Segunda sorpresa, no hay nada comestible en la nevera. Tiras una bola de queso verde y peludo (la reemplazas con el queso que acabas de comprar) y una bolsa de naranjas parlanchinas (tomas la misma decisión que antes). Guardas los yogures.
Tras una revisión exhaustiva de tus vituallas, las posibilidades que tienes para la cena son (por orden de comestibilidad):
a) Naranjas (las nuevas, las otras pueden ser letales), queso y un yogur. Exceso de lácteos. Sólo naranjas y el yogur o el queso, no te convence.
b) Descubres una lata de sardinas (caducaban en 2006 pero, ya se sabe, las fechas de caducidad son aproximadas y tampoco es tan fácil agarrar el botulismo y morirse) que puedes combinar con el queso, las naranjas o los yogures. La idea de un revuelto de sardinas con el yogur de maracuyá, higos y zanahoria te atrae pero no te atreves.
c) Dos quilos de pasta para sopa. Es una opción pero, ¡mierda!, te has olvidado de comprar sal. La pasta a palo seco, hervida y sin sal, no te convence. Quizá utilizando el yogur como salsa…
d) Un trozo de pan fósil. Descartado. Si lo aguantas un par de meses más sin que se enmohezca igual lo puedes vender a un museo como un hueso de dinosaurio y sacas un dinero.
Ah! Por fin a la cama. Con este silencio y esta tranquilidad da gusto irse a dormir. Compraste una cama de dos por dos metros para estar cómodo. Como siempre, lees un poco antes de irte a dormir. Hoy, algo ligero: La crítica de la Razón Pura de Kant en versión cómic. Te das cuenta que llevas veinte días en la misma página (la primera). Cierras el libro y apagas la luz. Toda la cama para ti, si quieres puedes dormir atravesado. Bueno, como hace frío, te acurrucas en un ladito, dejas casi toda la cama libre, te tapas bien y te abrazas a la almohada como si fuera tu novia. ¡Qué bien se está solo!
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