domingo, febrero 25, 2007

Sin título

...fuera, el vientecillo nocturno de enero me obligó a levantar el cuello de mi chamarra. Caminé sin rumbo pensando en Blanca Florencia. El recuerdo de nuestras apasionadas peleas seguidas por las horas de sexo olímpico me dejó impávido. Me fue imposible recordar las razones que alguna vez activaron los golpes y los gritos, los gemidos, la saliva y el semen blanquecino. El frío me forzó a apurar el paso y, conforme cruzaba calles y daba vueltas en las esquinas, noté que me faltaba el aire. La sensación de asfixio se hizo tan grande que tuve que detenerme. Me recargué bajo el portal de una vecindad oscura, sobándome las manos, tratando desesperadamente de recuperar la respiración. Intenté inhalar y exhalar con fuerza un par de veces pero sin resultado alguno. El aire se hacía cada vez más exiguo, cada vez más escaso. El aire pasaba a mi lado como si yo no existiera, negándose a introducir en mi nariz y en mis pulmones. Me senté sobre un escalón, resollando. Las rodillas me temblaban. Pensé que estaba a punto de morir, que nada ya tenía remedio ni salida y, en ese momento, como una daga bien afilada, la violenta imagen de Blanca rasgó por completo la pantalla de la realidad entera. Una luz mortecina se trasminaba a través de la hendidura desde el otro lado. Subyugado por el deseo de tenerla cerca una vez más, bajé los párpados, cerré los ojos.

Cristina Rivera Garza - El día que murió Juan Rulfo (fragmento)

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