viernes, octubre 12, 2007

Una semana de julio (II)

Joan había pasado toda la mañana ayudando a su madre a preparar el hatillo para su padre. Después de comer, se vistieron con sus mejores ropas y salieron Rambla arriba hacia el cuartel del Buen Suceso a esperar la salida del batallón del regimiento de cazadores. A las cinco de la tarde, como los toros que van a su muerte, la tropa salió desfilando hacia la Rambla. Madres, hermanas, esposas y novias buscaban ansiosamente esa cara amada entre los soldados que desfilaban en dirección al puerto. Algunos hombres vitoreaban al ejército y al rey, pero la mayoría permanecía en silencio. Joan, que apenas podía ver nada entre la multitud, apretaba la mano de su hermano que le miraba desorientado mientras su madre les arrastraba entre el gentío intentando encontrar a su hombre. ¡Lluís!, ¡Lluís! – gritó ella – y uno de los soldados se giró intentando no perder el paso. Ella corrió a su lado y le dio el paquete que había preparado: un poco de embutido, queso, tabaco y papel para liar y diez pesetas que había ahorrado a costa de sacrificios y que había pensado guardar para comprar algo de ropa para Joan. Quiso besar a su marido, pero el paso rápido de la columna que ya enfilaba la calle Santa Ana y los gritos del sargento se lo impidieron. Como pudo, intentó seguir el paso de los soldados y bajo con ellos hacia los muelles.

A medida que la columna se acercaba al puerto, el ruido y los gritos que hasta poco antes llegaban de todas partes se iban convirtiendo en un silencio denso; la calma que precede a la tempestad. Poco a poco, ya casi llegando al puerto, el silencio se fue transformando en un murmullo. Si uno prestaba atención podía escuchar frases que maldecían al gobierno, a los militares e incluso al rey. El gobierno había prometido que solamente se iban a enviar 6.000 soldados a Melilla, pero la orden de movilización de los reservistas y el ritmo de los embarques hacían presagiar que iban a ser muchos más. Aunque no había noticias fidedignas, los rumores acerca de la carnicería que estaba pasando en África estaban por todas partes y se comentaba que la guerra se había iniciado sólo por los intereses de algunos militares y políticos en las explotaciones mineras del Rif. Empezaron a escucharse gritos en contra del gobierno y de los militares. Aun estaba reciente la imagen de los que volvieron de Cuba y Filipinas, muertos vivientes diezmados por el hambre y las enfermedades.

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