El restaurante de Luis Aguinaga hacía tiempo que languidecía en una sutil pero continua decadencia. En tiempos de su padre, el local había sido lugar de reunión de la flor y la nata de la sociedad local. Políticos, empresarios, artistas de cine, toreros, todos escogían el Mesón de Aguinaga como el lugar ideal para tramar la próxima jugada política, cerrar un buen negocio o celebrar el éxito de la última película. De aquel entonces sólo quedaba una decoración anacrónica que ni siquiera tenía el encanto de lo kitsch, una carta en la que abundaban los platos clásicos y recargados y unos camareros con unas maneras a juego con la decoración del local. Luis sabía bien que el negocio necesitaba una remodelación urgente si quería tener un futuro distinto que el de convertirse en refugio de viejas glorias venidas a menos. Lo que más le pesaba era la idea de que cambiar el restaurante era como enterrar de nuevo a su padre. Todos y cada uno de los detalles, desde la cubertería hasta los manteles, del diseño de la carta al de los baños habían sido obra de su padre. Esta idea le atormentaba por las noches y hasta había tenido pesadillas en las que se aparecía el fantasma del difunto acusándolo de traición. Sin embargo, no había otro remedio. Renovarse o morir – pensaba, y se justificaba diciéndose que cerrar sería peor traición que cambiar. Tras muchas noches de insomnio tomó la decisión, lo renovaría todo, la decoración, el personal y, sobre todo, la carta. Estaba harto de la oca con peras y del soufflé, del filete Strogonoff y del sorbete de limón. Él había nacido cocinero y sabía que podía ser un buen cocinero si dejaba volar su creatividad.
El local estuvo cerrado durante seis meses. Las paredes de color crema y las grandes arañas de cristal se transformaron en paredes de colores vivos y en lámparas minimalistas. De la carta desparecieron todos los platos anteriores y aparecieron otros como las nubes de queso de cabrales rellenas de perfume de rosas o el volcán de compota semifría de frutos rojos sobre lecho caramelizado de menta. Los nuevos camareros eran todos profesionales de escuela, con maneras exquisitas y apariencia de modelos de alta costura. Hasta los baños parecían una galería de arte en el que los azulejos de las paredes habían sido decorados a mano por los artesanos más reputados. Cuando todo estuvo listo y Luis se creyó preparado, invitó a unos cuantos familiares y amigos íntimos con la idea de que le diesen su opinión. Todos se deshicieron en elogios: los entrantes, sublimes; la ensalada, fresca pero consistente; la carne, deliciosa; los postres, originales y exquisitos; la carta de vinos, seleccionada con atrevimiento pero con criterio. Luis lloraba de alegría por dentro. El lunes que viene inauguración oficial – pensaba.
La inauguración fue mal. El día elegido llovía a mares y todavía pesaba mucho la fama acumulada por el restaurante de ser un local pasado de moda. Muchos de los invitados no acudieron y al día siguiente la prensa sólo publicó algunas breves reseñas. Durante las siguientes semanas, la clientela fue escasa y aunque los clientes quedaban satisfechos, los precios que había tenido que poner para poder amortizar los gastos de remodelación tampoco facilitaban las cosas. Luis quería morirse. He destrozado el negocio que con tanto esfuerzo levantó mi padre – se recriminaba Luis. El lunes por la noche – era el día de descanso - Luis estaba viendo las noticias en la televisión. La Academia de Bellas Artes había concedido su medalla de honor a Juan José Arteaga, afamado chef que dirigía el restaurante “El Mirador” que durante tres años consecutivos había recibido las tres estrellas de la guía Michelin y, según el New York Times, era el mejor restaurante del mundo. Luis tuvo una revelación: Lo que necesitaba era llegar a los medios de comunicación, tenía que explotar el lado mediático de la restauración.
A la mañana siguiente, estuvo llamando a todos sus amigos y conocidos en el ramo para conseguir el teléfono de los responsables de la guía Michelin. Tras varias horas colgado al teléfono, por fin obtuvo un teléfono de contacto. Marcó el número y una voz al otro lado le respondió: Allô? Su francés era macarrónico pero suficiente para entender y hacerse entender. Explicó que era el chef de un restaurante de larga tradición que se había remodelado recientemente y que deseaba que un evaluador de la guía le hiciese una visita. Aunque tenía un poco de dificultad en seguir la conversación, rápidamente entendió que le daban largas. Que si había una lista de espera muy extensa, que si tendría que esperar. Excusas – pensó. Insistió lo más amablemente que pudo, pero sin resultado. A partir de ese momento, llamó cada día y cada día recibía la misma respuesta. Al cabo de un mes de llamadas diarias, cuando ya se veía abocado al cierre, por fin obtuvo una respuesta positiva. El evaluador, Monsieur Fleurignac podía visitar su restaurante el siguiente lunes. Pero, oiga, el lunes es día de cierre – repuso Luis. Lo siento señor, M. Fleurignac es el único día que tiene disponible – le contestaron. Está bien, que sea el lunes – dijo Luis. Había decidido encargarse de todo él solo. Cocinaría y le serviría los platos más exquisitos e innovadores. Todo saldría perfecto.
Casi no durmió los días siguientes. El lunes por la mañana se levantó a las cuatro para ir al Mercado Central y comprar los mejores productos que hubiesen llegado esa mañana. Tenía una idea clara del menú: delicias de bogavante con muselina de erizo de mar sobre cama de rúcula, canelones de foie gras deconstruídos y caramelizados con miel de romero y steak tártaro de buey aromatizado con flores. De postre, helado de mango y mandarina con corazón de chocolate caliente. Para beber, una selección de los mejores vinos de su carta. Se metió en la cocina a las seis de la tarde y estuvo cocinando como nunca antes lo había hecho. En cada plato puso todo su saber y toda su pasión. A las nueve, tal como habían acordado, llegó M. Fleurignac. Tras saludarse brevemente y enseñarle todo el restaurante, de la cocina a los baños, le acomodó en la mesa y le explicó el menú que le había preparado. M. Fleurignac asintió con una leve inclinación de cabeza y le pidió si podía empezar a servir. Durante los 45 minutos largos que M. Fleurignac estuvo degustando sus platos, Luis tuvo un nudo en el estómago. Al acabar el postre, M. Fleurignac le pidió un café y le rogó que se sentara a la mesa con él con el fin de comentarle su opinión sobre los platos que acaba de probar. Luis preparó el café en una de esas viejas y enormes cafeteras de hierro que se estilaban antaño y que era de lo poco que se había salvado del antiguo restaurante. Con ella en la mano se dirigió hacia la mesa del mismo modo que un reo al que le van a leer la sentencia.
M. Fleurignac empezó alabando la decoración, el buen gusto de todos los detalles y lo exquisito de la cubertería y la cristalería. Luis estaba cada vez más nervioso y esos rodeos aumentaban su ansiedad. Hubiera querido gritarle que se dejase de tonterías y le dijese de una vez que le habían parecido sus platos pero se contuvo. Tras agradecerle la invitación y dar otra vez mil rodeos, M. Fleurignac entró en materia. Querido amigo – dijo, todos los platos eran excelentes y bien presentados – Luis temblaba de emoción. Sin embargo – continuó M. Fleurignac mientras Luis empezaba a acongojarse, lamento decirle que el nivel de su cocina no llega a la calidad necesaria para conseguir el galardón que usted tanto ansía. Debería usted cuidar más la armonía de sabores y la plasticidad de los colores – prosiguió M. Fleurignac. Siento decirle que aunque su cocina es excelente, le faltan aquellos pequeños detalles que le harían merecedor a las tres estrellas en nuestra guía. Yo diría que una estrella en nuestra guía es más que un justo premio a …
No pudo terminar la frase. Luis, desbordado por la cólera, golpeó la cara de M. Fleurignac con la cafetera. Éste cayó fulminado. Loco de rabia, Luis siguió golpeando aquel cuerpo inerte hasta que se dio cuenta que M. Fleurignac estaba muerto desde hacía rato. Entonces lloró. Estuvo llorando hasta pasada la medianoche.
Las horas de llanto habían disipado su cólera y su cabeza podía volver a pensar con una cierta normalidad. Cuando se dio cuenta del crimen que había cometido primero tuvo miedo pero enseguida se dio cuenta que, o se entregaba y confesaba, o debía ocultar el asesinato. Después de tantos esfuerzos no podía rendirse. Empezó a maquinar como deshacerse del cadáver y no veía la manera. Decidió envolverlo en manteles y llevar el cuerpo hasta algún lugar apartado donde lo enterraría. Agarró de un tirón el mantel de la mesa en la que había servido la cena y, en ese instante, la hoja que había impreso con el detalle del menú cayó a sus pies. Lo único que leyó fue “steak tártaro de buey aromatizado con flores”. Cogió el cadáver por los pies y lo llevó a la cocina.
El martes a las once, como cada día de trabajo, se dirigió al restaurante, abrió las puertas y entró en la cocina, como siempre el primero. Llevaba unas hojitas impresas en las que podía leerse: Recomendación del día: Steak tártaro al estilo Michelin. Fue el plato de más éxito ese día y también los días siguientes. Pronto empezó a correrse la voz de que el steak tártaro del Mesón de Aguinaga era un plato excelso por el que merecía la pena pagar lo que fuera. La policía le importunó unas cuantas veces con preguntas sobre M. Felurignac que había desaparecido como humo que lleva el viento pero Luis siempre afirmaba que M. Fleurignac había salido de su local a las diez y media de la noche y que ya no sabía nada más. Afortunadamente para él, a la guía Michelin no sólo le había desaparecido M. Fleurignac sino doscientos mil euros a los que monsieur tenía acceso por lo que el caso terminó aparcándose, con el convencimiento por todas partes de que M. Fleurignac había huido con el dinero. Sin embargo, eso no era lo que preocupaba a Luis, a él lo que le preocupaba era como continuar haciendo su steak tártaro cuando se acabase la materia prima.
¿Guía del Gourmet?
Soy Luis Aguinaga, del Mesón de Aguinaga
Me gustaría invitar a alguno de sus redactores a mi restaurante
¿Le iría bien el próximo lunes a las nueve?
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