Una vez vestido tuvo que atravesar, pocos pasos por delante de Willem, la habitación contigua, ya vacía, y entrar en la siguiente, cuya puerta, de dos hojas, estaba abierta. Esta habitación, como muy bien sabía K, había sido ocupada hacía poco tiempo por una mecanógrafa con la que K apenas había cruzado algunas palabras de saludo. Ahora la mesilla de noche había sido desplazada desde la cama hasta el centro de la habitación para servir de mesa de interrogatorio, y el supervisor se sentaba detrás de ella. Tenía las piernas cruzadas y apoyaba un brazo en el respaldo de la silla. En una de las esquinas 10 de la habitación había tres jóvenes que contemplaban las fotografías de la señorita Bürstner, colgadas de la pared. Del picaporte de la ventana, que permanecía abierta, colgaba una blusa blanca. En la ventana de enfrente se encontraban de nuevo los dos ancianos, pero la reunión había aumentado, pues detrás de ellos destacaba un hombre con la camisa abierta, mostrando el pecho, que no paraba de retorcer y presionar con los dedos su perilla pelirroja.
–¿Josef K? –preguntó el supervisor, tal vez sólo para captar su atención dispersa.
K asintió.
–¿Le han sorprendido mucho los acontecimientos de esta mañana? –preguntó el
supervisor y, como si fueran elementos necesarios para el interrogatorio, desplazó con ambas manos algunos objetos que había sobre la mesilla: una vela, una caja de cerillas, un libro y un acerico.
–Así es –dijo K, y le invadió una sensación de bienestar por haber encontrado al fin a un hombre razonable con el que poder hablar sobre su asunto––. Cierto, estoy sorprendido, pero de ningún modo muy sorprendido.
–¿No muy sorprendido? –preguntó el supervisor, y puso ahora la vela en el centro de la mesilla, mientras agrupaba el resto de los objetos a su alrededor.
–Es posible que no me interprete bien –se apresuró a especificar–. Quiero decir… –
aquí K se interrumpió y buscó una silla–. ¿Puedo sentarme? –preguntó.
–No es lo normal –respondió el supervisor.
–Quiero decir –dijo ahora K sin más pausas– que me ha sorprendido mucho, pero como llevo treintaaños en el mundo y he tenido que abrirme camino solo en la vida, estoy endurecido contra todo tipo de sorpresas, así que no las tomo por la tremenda. Especialmente la de hoy, no.
Franz Kafka - El Proceso (fragmento)
–¿Josef K? –preguntó el supervisor, tal vez sólo para captar su atención dispersa.
K asintió.
–¿Le han sorprendido mucho los acontecimientos de esta mañana? –preguntó el
supervisor y, como si fueran elementos necesarios para el interrogatorio, desplazó con ambas manos algunos objetos que había sobre la mesilla: una vela, una caja de cerillas, un libro y un acerico.
–Así es –dijo K, y le invadió una sensación de bienestar por haber encontrado al fin a un hombre razonable con el que poder hablar sobre su asunto––. Cierto, estoy sorprendido, pero de ningún modo muy sorprendido.
–¿No muy sorprendido? –preguntó el supervisor, y puso ahora la vela en el centro de la mesilla, mientras agrupaba el resto de los objetos a su alrededor.
–Es posible que no me interprete bien –se apresuró a especificar–. Quiero decir… –
aquí K se interrumpió y buscó una silla–. ¿Puedo sentarme? –preguntó.
–No es lo normal –respondió el supervisor.
–Quiero decir –dijo ahora K sin más pausas– que me ha sorprendido mucho, pero como llevo treintaaños en el mundo y he tenido que abrirme camino solo en la vida, estoy endurecido contra todo tipo de sorpresas, así que no las tomo por la tremenda. Especialmente la de hoy, no.
Franz Kafka - El Proceso (fragmento)
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