Era una de esas tardes de verano en las que el calor y la humedad te hacen sentir como si alguien te hubiese embadurnado el cuerpo con engrudo caliente. La cabeza me ardía y la idea de beber algo frío se estaba convirtiendo en una obsesión. Era pleno agosto y todo estaba cerrado. Vacaciones del 4 al 28, vacaciones del 1 al 31. Parecía una confabulación, ni un solo bar abierto y la idea obsesiva de una bebida fría martilleando en mi cabeza. ¡Por fin! Aquel bar de la esquina estaba abierto. Recordaba haber estado en él algún domingo por la tarde en el que el mono del tabaco había podido más que la pereza. Lo cierto es que era un poco tugurio pero no tenía elección.
Al abrir la puerta del local una ráfaga de aire frío me golpeó la cara. Todo el local desprendía ese sutil pero inconfundible olor avinagrado de las tascas en las que se mezcla la suciedad, el alcohol derramado y el humo del tabaco. Con la mirada busqué un lugar en la barra y me senté en un taburete. Apoyado contra la pared, un camarero hablaba solo y, de vez en cuando, canturreaba con aire ausente. Intenté llamar su atención un par de veces pero sin éxito. De repente una voz surgió de debajo del mostrador: ¿qué quiere tomar? –dijo la voz. Sorprendido, me incorporé en el taburete y miré bajo la barra. Un enano vestido con camisa blanca y pantalón negro de camarero volvió a preguntarme: ¿qué quiere tomar? Un café con hielo –contesté sin acabar de reponerme de la sorpresa. El camarero fue hacia la cafetera, preparó el café, puso hielo en una copa y me lo trajo. Vertí el café en la copa con hielo y mientras esperaba que se enfriase el café me entretuve examinando el local.
El bar era pequeño y daba sensación de estar completamente abigarrado a pesar de que, quizás, no había tantas cosas y la parroquia era escasa. Detrás de la barra había una gran estantería llena de botellas de licor de aquellas que uno tiene la sensación que no son reales y tan solo forman parte de un decorado: licor de alcachofa, anís “La segoviana”, ginebra “Tres soles” y otras bebidas que nunca nadie ha visto pedir. En el centro de la pared un televisor de plasma desproporcionadamente grande emitía, con la voz apagada, videos musicales en los que, ligeras de ropa, excitantes y excitadas mujeres de todos los colores agitaban su cuerpo al son de un ritmo inaudible. En la pared contraria, un segundo televisor mudo permitía enterarse de los titulares noticiosos del día. El resto del escaso espacio del bar estaba ocupado por cuatro mesas y por una ruidosa máquina tragaperras que con sus cantos de sirena había conquistado a un hombre de mediana edad para el que, probablemente, este sería su último amor verdadero.
Yo no estaba solo en la barra. A mi izquierda, un inmigrante venido de algún país del trópico bebía cerveza con la mirada perdida en el infinito mientras esperaba a que el torpor del alcohol nublase la añoranza que le roía las entrañas desde el día aquel en que ella le abandonó. Un poco más allá, una vieja con aspecto de puta en decadencia que ya únicamente despertaba ternura y compasión, explicaba su vida a una audiencia inexistente y en la mesa del rincón, una pareja se besaba, discutía y se manoseaba al mismo tiempo en una mezcla imposible de amor, odio y deseo. Yo ya no sentía el bochorno que me había hecho entrar en el bar; sin embargo, me tomé de un sorbo el café ya frío mientras un irrefrenable deseo de salir de aquel lugar me invadía. Dejé una moneda sobre la barra y me levanté. Al abrir la puerta para salir a la calle, eché un último vistazo al bar y no pude evitar pensar en que hubo un tiempo en que cada uno de los que estaba allí había sido un niño que tan solo aspiraba a ser feliz.
Al abrir la puerta del local una ráfaga de aire frío me golpeó la cara. Todo el local desprendía ese sutil pero inconfundible olor avinagrado de las tascas en las que se mezcla la suciedad, el alcohol derramado y el humo del tabaco. Con la mirada busqué un lugar en la barra y me senté en un taburete. Apoyado contra la pared, un camarero hablaba solo y, de vez en cuando, canturreaba con aire ausente. Intenté llamar su atención un par de veces pero sin éxito. De repente una voz surgió de debajo del mostrador: ¿qué quiere tomar? –dijo la voz. Sorprendido, me incorporé en el taburete y miré bajo la barra. Un enano vestido con camisa blanca y pantalón negro de camarero volvió a preguntarme: ¿qué quiere tomar? Un café con hielo –contesté sin acabar de reponerme de la sorpresa. El camarero fue hacia la cafetera, preparó el café, puso hielo en una copa y me lo trajo. Vertí el café en la copa con hielo y mientras esperaba que se enfriase el café me entretuve examinando el local.
El bar era pequeño y daba sensación de estar completamente abigarrado a pesar de que, quizás, no había tantas cosas y la parroquia era escasa. Detrás de la barra había una gran estantería llena de botellas de licor de aquellas que uno tiene la sensación que no son reales y tan solo forman parte de un decorado: licor de alcachofa, anís “La segoviana”, ginebra “Tres soles” y otras bebidas que nunca nadie ha visto pedir. En el centro de la pared un televisor de plasma desproporcionadamente grande emitía, con la voz apagada, videos musicales en los que, ligeras de ropa, excitantes y excitadas mujeres de todos los colores agitaban su cuerpo al son de un ritmo inaudible. En la pared contraria, un segundo televisor mudo permitía enterarse de los titulares noticiosos del día. El resto del escaso espacio del bar estaba ocupado por cuatro mesas y por una ruidosa máquina tragaperras que con sus cantos de sirena había conquistado a un hombre de mediana edad para el que, probablemente, este sería su último amor verdadero.
Yo no estaba solo en la barra. A mi izquierda, un inmigrante venido de algún país del trópico bebía cerveza con la mirada perdida en el infinito mientras esperaba a que el torpor del alcohol nublase la añoranza que le roía las entrañas desde el día aquel en que ella le abandonó. Un poco más allá, una vieja con aspecto de puta en decadencia que ya únicamente despertaba ternura y compasión, explicaba su vida a una audiencia inexistente y en la mesa del rincón, una pareja se besaba, discutía y se manoseaba al mismo tiempo en una mezcla imposible de amor, odio y deseo. Yo ya no sentía el bochorno que me había hecho entrar en el bar; sin embargo, me tomé de un sorbo el café ya frío mientras un irrefrenable deseo de salir de aquel lugar me invadía. Dejé una moneda sobre la barra y me levanté. Al abrir la puerta para salir a la calle, eché un último vistazo al bar y no pude evitar pensar en que hubo un tiempo en que cada uno de los que estaba allí había sido un niño que tan solo aspiraba a ser feliz.
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