domingo, diciembre 07, 2008

Imaginario (19): Reliquias

Hacia el año 1000 de nuestra era en la mayor parte de Europa Occidental se había consolidado el feudalismo y el cristianismo era la religión predominante aunque la mayor parte de la Península Ibérica está bajo el control de reyes musulmanes y los turcos empujan las puertas del Imperio Bizantino desde Anatolia. En 1054 la Iglesia bizantina se separa de la romana a causa de discrepancias tanto políticas (el Patriarca de Constantinopla no acepta la sumisión al Papa) como teológicas (principalmente sobre la naturaleza del Espíritu Santo y sobre la Eucaristía) y las relaciones de la Iglesia Oriental con la Occidental no son fáciles. Sin embargo, el empuje de los turcos en Anatolia obliga al emperador bizantino Alejo Comneno a solicitar formalmente ayuda al Papa Urbano II (1090) y éste, en el Concilio de Clermont, lanza una llamada a realizar una cruzada no sólo para ayudar al emperador bizantino sino para recuperar los Santos Lugares.

En 1096, llega la primera oleada de cruzados bajo la dirección de Pedro el Ermitaño en la que se conoció como Cruzada de los Pobres. Esta expedición es un desastre de organización y sólo llegan a Constantinopla unos 30.000 cruzados de los que Alejo Comneno se deshace ayudándoles a cruzar rápidamente el Bósforo. La mayoría de ellos acabarían muertos o como esclavos de los turcos. Sin embargo, en paralelo se organiza una poderosa alianza militar de francos, normandos, sicilianos, provenzales y flamencos entre otros. Los cruzados llegan a Constantinopla entre noviembre de 1096 y mayo de 1097 y se dirigen hacia Antioquia que conquistan en la siguiente primavera. De ahí, se dirigen a Jerusalén que capturan el 15 de julio de 1099 en medio de un baño de sangre. La ciudad estará en manos de los cruzados hasta 1184. Hasta 1269 se organizarán otras siete cruzadas pero Jerusalén sólo volverá a manos de los cruzados entre 1288 y 1244.

En este contexto de religiosidad y continuo movimiento de gentes entre Europa y Oriente Próximo, florece el comercio de reliquias sagradas. Estas reliquias eran utilizadas como elementos de estímulo del fervor religioso, lo que reforzaba la posición de la Iglesia como fuerza predominante de la sociedad. Reyes, señores feudales, obispos y monasterios deseaban y se disputaban la posesión de estas reliquias cuya aura impregnaba de legitimidad sacra a sus poseedores.

Cualquier cosa podía constituir una reliquia sagrada. Así, se documentan plumas del Arcángel San Miguel (iglesia de la Madonna di Loreto), el anillo nupcial de la Virgen María (Iglesia de Sta. María de Via Lata, Roma), un cuerno del profeta Moisés (Catedral de Génova), unas huellas de las “asentaderas” de Cristo (Catedral de Reims), leche de la Virgen María (San Juan de Letrán, Roma), un peine de la Virgen María (Abadía de Laach, Alemania) o un rayo de la estrella de Belén atrapado en cristal (San Juan de Letrán), entre otras reliquias. De todos modos, las más apreciadas eran aquellas directamente relacionadas con Cristo y su Pasión, particularmente trozos de la cruz (lignum crucis, en la foto el de Santo Toribio de Liébana, el de mayor tamaño) de los que se conocen varios cientos, los clavos de la Pasión (se conocen 35), los sudarios de Cristo de los que el más conocido es la Sabana Santa de Turín (aunque hay otros 40), santos rostros (de los que hay varios), la lanza de Longinos (de la que se describen al menos cinco a partir del año 980), la corona de espinas (para la que Luís IX hizo construir la Saint Chapelle de París) y, por encima de todos, el Santo Cáliz de los que al menos dos se consideraron auténticos, el de Valencia y el de París.

La fiebre de las reliquias fue en aumento durante el siglo XII y especialmente el XIII. El saqueo de Constantinopla por los cruzados en 1204 inundó todas las cortes de Europa con las reliquias más raras y preciosas y no hubo rey, abad o noble que no poseyera aunque fuera tan sólo un prepucio de Jesús o un trozo de pan de la Última Cena. A tal punto llegó el asunto que la propia Iglesia Católica se vio obligada a intervenir ya que en muchas ocasiones las reliquias rayaban en lo absolutamente ridículo (como por ejemplo, los huevos de la paloma del Espíritu Santo que se veneraban en la Catedral de Maguncia).

La pasión por las reliquias continuaría durante toda la Edad Media y más allá pero ya nunca volvería a ser lo mismo que durante la época de las Cruzadas en las que todo aquel que iba a Constantinopla o a Tierra Santa podía traer en sus alforjas un pedazo de santidad.

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