En 1923 el Capitán General de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, se sublevó contra el Gobierno y dio un golpe de Estado con el apoyo de la mayoría de las unidades militares. La reunión prevista de las Cortes Generales para fechas inmediatamente posteriores con el objetivo de analizar el problema de Marruecos y el papel del ejército en la contienda, fue el detonante último de la sublevación. A esta situación se une una grave crisis del sistema monárquico que no acaba de encajar en un siglo XX marcado por la revolución industrial acelerada, un papel no reconocido a la burguesía, tensiones nacionalistas y unos partidos políticos tradicionales incapaces de afrontar un régimen democrático pleno.
Previamente, Antonio Maura había desaconsejado al Rey la posibilidad tanto de un golpe de estado como del establecimiento de cualquier sistema autoritario. El 14 de septiembre el gobierno legítimo había pedido al Rey la destitución inmediata de los generales sublevados, concretamente José Sanjurjo y el propio Primo de Rivera, y la convocatoria de las Cortes Generales, pero el monarca dejó pasar las horas hasta que finalmente se mostró abiertamente a favor del golpe.
En el Manifiesto de los sublevados se invocó la salvación de España de "los profesionales de la política". Con el apoyo del ejército, de la burguesía catalana y de los terratenientes andaluces, el Rey Alfonso XIII no pone mayores obstáculos a nombrar Presidente del Gobierno a Primo de Rivera en su calidad de dictador militar el 15 de septiembre. La dictadura sólo fue contestada por los sindicatos obreros y los republicanos, cuyas protestas fueron inmediatamente acalladas con la censura y la represión. Se creó un Directorio Militar con nueve generales y un almirante, cuya finalidad en sus propias palabras era "poner España en orden" para devolverla después a manos civiles. Se suspendió la Constitución, se disolvieron los ayuntamientos, se prohibieron los partidos políticos, se crearon los somatén como milicias urbanas y se declaró el estado de guerra.
En efecto, los primeros apoyos se fueron volviendo en contra. La burguesía catalana vio frustrados sus intentos descentralizadores, con una política aún más centralista que, en materia económica, llegó a favorecer los oligopolios, muchos de ellos consolidados en manos del Estado o de grupos cerrados de empresarios vinculados a la dictadura. Las condiciones de trabajo seguían siendo pésimas y la dura represión sobre los obreros fue distanciando a la UGT y el PSOE que, de la mano de Indalecio Prieto, abandonó el proyecto del dictador.
Por otro lado, los intelectuales que, desde 1898, habían acogido no con malos ojos la posibilidad de un dictador militar, pronto tuvieron que sufrir los efectos del sistema. Miguel de Unamuno, Ortega y Gasset, Manuel Azaña, Vicente Blasco Ibáñez o Valle-Inclán entre otros muchos, debieron marchar al exilio o guardar silencio al ser perseguidos con especial dureza. Varios periódicos fueron cerrados, así como las universidades de Madrid y Barcelona.
La economía, muy afectada desde 1927 por un sistema impositivo absolutamente deficitario, se mostró incapaz de asumir la crisis mundial de 1929 al no ser competitiva, no haber seguido el camino de la expansión real y no ficticia y sufrir una importante fuga de capitales. En enero de 1930, Primo de Rivera dimite al retirarse el apoyo del Ejército.
La monarquía, cómplice de la dictadura, será el objeto en cuestión a partir de la unión de toda la oposición en agosto de 1930 en el llamado Pacto de San Sebastián. Los gobiernos de Dámaso Berenguer, denominado la dictablanda, y de Juan Bautista Aznar-Cabañas, no harán otra cosa que alargar la decadencia. Tras las elecciones municipales de 1931, el 14 de abril se proclama la Segunda República, dando así fin a la restauración borbónica en España.
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